40km
Trujillo – Simbal
Outfit: vestido y abajo el pantalón más cómodo del universo (el de pijama)
Por: Claudia Herrán
Veinte minutos de estiramientos, una mariposa blanca que acompañó como tres kilómetros, una bodeguita en ruta que tenía solo un plátano para el calambre que avisaba de a poquitos. Dos litros de agua (bendita agua), un litro de electrolitos, dos «Cereal Bar», una galleta de soda, 2 km que pensé jamás acabarían, un colibrí, una señora a quien le pregunté cuánto faltaba de subida (a cuatro metros de distancia) y, quien me contestó, que a ese paso, llegaría como a 20 minutos más (entre sus jacarandosas risas, mientras yo creía que faltaban 5 minutitos).
Un ciclista que dio la vuelta para decir que con esa bicicleta jamás llegaría, tres ciclistas corteses que tenían un inflador para mi llanta delantera. Una familia en el camino, la que, con brazos alzados y sonrisas amplias, pidieron que les vendiese mi agua, una botella de agua para la familia bajo la condición de que guardasen el envase al terminar el contenido. Para el oído, música de Bach y Mraz de compañía. Dos ríos o tres, montañas que me recordaron a una escalada de infancia con mi hermano. Colores: verde, marrón, el celestito del cielo, tal como imagino el paraíso, ¿o quizá ese día estuve en una muestra del paraíso?
El «gire a la izquierda», de Google Maps, el «vaya derechito nomá'» de los lugareños. El sol calcinante, el sol revitalizador, el sol que reclama una pausa para tomar agua, el que exclama que los humanos no somos inmortales, que la inmortal es ella, el agua bendita, a veces maltratada en un contenedor de plástico, el agua que revitaliza, el agua que forma más del setenta por ciento del planeta así como de nuestro cuerpo. Qué ironía.
Trabajadores quemados por el sol cortando cañas a los lejos y sus sonrisas blanquísimas en contraste con sus pieles quemaditas por la soleada jornada. Una mujer dirigiendo unas cinco o seis ovejas, un perro vigilando que ninguna se le salga de la fila, el can sacando pecho. Un caballo agitando su cola mientras se alimenta del pasto. Un gallinazo, merodeando cerca de la ruta, mientras mi sangre se acumulaba en mis ojos y calentaba otro tanto a las sienes.
Alma, la bicinera, mi bicicleta bailarina de marinera, de incondicional equipo y compañía, con sus huesitos tronando en sus últimos kilómetros, con un sillín que se despegó, el mismo que se volvió no sé cómo a pegar.
Mis rodillas que hacían «crac» al mismo tiempo que de algún lado de la bici, sonidito que me obligó a bajar de las dos ruedas para caminar con «Alma» hasta el final. La sonrisa cansada que nadie me la pudo quitar, ni las imágenes que estoy viendo justo ahora, cada vez que cierro mis ojos, una y otra vez, para revivir el momento. Esa vocecita en mi cabeza que recuerda, «solo pedalea, avanza», «en esta subida, camina».
Las ampollas en mi trasero, mis manos que aún tiemblan del recuerdo, las piernas que ya no daban un paso más, la piel ardiendo, roja, casi negra, quemada por franjas, benditas franjas, bendita vida. La gratitud por aquella, mi primera experiencia de 40km en bici, en un camino que solo me encapsuló de la pandemia, de las ciudades, con una invitación de la naturaleza para compartir tan íntimamente con la gran casa, nuestra Tierra, lejos de todo lo que perturba.
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